Artículo de Disidentia:
Hay quien afirma que le política no es más que el ejercicio descarnado del poder, y seguramente tenga razón. Sin embargo, el creciente uso de filtraciones interesadas, que son presentadas como periodismo de investigación, pone de relieve la existencia de un poder extremadamente degradado, un poder que se ha convertido en mero medio de subsistencia para las facciones que tratan de acapararlo.
Vestir las filtraciones interesadas que emanan de estas facciones en investigaciones periodísticas no es práctica exclusiva de un sólo país, sucede en los Estados Unidos, los países latinoamericanos, en España… en todas partes. Y en todas partes este uso y abuso del escándalo como arma política genera, por un lado, un peligroso descreimiento en la Democracia, y por otro, un hooliganismo acrítico apto sólo para ciudadanos sectarios y necios
Que el periodismo se traicionara a sí mismo, renunciando a su credibilidad, para terminar entregándose por completo al fraudulento juego de las filtraciones interesadas no es algo que haya sucedido de un día para otro, es un proceso largo. Sin embargo, si existiera un hito que marcara un punto de inflexión posiblemente ese sería el “caso Watergate”.
El hito del Watergate
Durante mucho tiempo, el caso Watergate (en realidad, la primera gran filtración de la historia) ha sido el estandarte de una prensa erigida inmerecidamente en la principal salvaguarda de la democracia. Antes de este suceso, las sociedades democráticas aceptaban que la prensa fuera un mecanismo de control adicional, pero de ningún modo un verdadero poder. Con el Watergate esta limitación desapareció. La prensa alcanzó el estatus de Cuarto Poder y se sumió definitivamente dentro del poder que debía fiscalizar.
Como suele suceder en los hitos históricos que son elevados inmediatamente a la categoría de logros incuestionables, el caso Watergate tiene muchos claroscuros. Es cierto que las informaciones filtradas por el agente del FBI William Mark Felt a los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein eran lo suficientemente graves como para forzar la dimisión del presidente Richard Nixon. Pero esa no es la discusión. La cuestión de fondo es por qué, hasta ese momento, los presidentes que cometían graves abusos de poder se habían librado de la acción justiciera de la prensa.
En realidad, la Segunda Guerra Mundial, la posterior Guerra de Corea y la dinámica de la Guerra Fría habían permitido a sucesivas administraciones mantener a los Estados Unidos en un permanente estado de excepción. Circunstancia que diferentes presidentes utilizaron para incrementar sus atribuciones. Así, los abusos de poder se convirtieron no ya en habituales, sino en algo tácitamente aceptado, una regla no escrita que nadie contravenía.
Esta anómala situación llegó a su fin de forma sospechosamente tardía cuando la prensa, esta vez sí, cumplió su papel de vigilancia con el presidente Richard Nixon, forzando la investigación del Congreso que llevó a su merecida dimisión. Pero la pregunta quedó en el aire: ¿por qué la prensa, que hasta entonces había hecho la vista gorda, se mostró tan diligente con Nixon?
Una de las claves es sin duda el odio que desde siempre dominó las relaciones entre Nixon y los diarios de la Costa Este, un odio que hundía sus raíces en profundas desavenencias ideológicas, incluso en antagonismos de clase.
Esto explica en parte por qué, inmediatamente después de que Lyndon B. Johnson traspasara la Casa Blanca a Richard Nixon en 1969, los diarios de la Costa Este se dedicaron a ejercer una oposición irrestricta, mostrando tal hostilidad hacia el nuevo presidente que el analista David Broder llegó a afirmar en Safire que parecían dispuestos a cualquier cosa, a cruzar todas las líneas con tal de quebrar a Nixon.
Presidentes marcados
Sin embargo, la verdadera motivación contra Nixon iba más allá de desavenencias ideológicas, incluso de animadversiones personales. La actitud inquietantemente retadora de Nixon y su irreductible aversión hacia las élites del Este anticipaba que su acción de gobierno estaba determinada a socavarlas y a minar su creciente poder. Un poder que no había dejado de aumentar ininterrumpidamente desde Franklin D. Roosevelt hasta Lyndon B. Johnson. Esto fue lo que realmente disparó todas las alarmas. No la lealtad al sistema democrático, ni la devoción por el periodismo de investigación.
Después de Richar Nixon, ha habido otros dos presidentes con los que estas mismas élites se han mostrado descarnadamente hostiles. Y en ambos casos por el mismo motivo: el miedo a la pérdida de privilegios y de estatus.
El primero fue Ronal Reagan. Y el segundo, Donald Trump. Contra Reagan la bomba empleada fue el “caso Irangate”, del que contra todo pronóstico salió indemne. Si bien inicialmente su popularidad pasó del 67% al 46%, dos meses más tarde había remontado al 64%. En el caso de actual presidente, Donald Trump, tras varios intentos frustrados, algunos bastante esperpénticos, se sigue trabajando denodadamente para encontrar la manera de echarle a puntapiés de la Casa Blanca.
Como nota curiosa, sorprende que Barack Obama, el presidente que más guerras encubiertas ha librado a lo largo de la historia de los Estados Unidos, saliera indemne, sin un solo rasguño, de la acción fiscalizadora de una prensa tan escrupulosa y vigilante. Al fin y al cabo, a Reagan, por bastante menos, a punto estuvieron de cortarle la cabeza.
Ni periodismo ni ideales
Volviendo al Watergate, más allá de cuestionarse las verdaderas motivaciones del agente William Mark Felt, manifiestamente afín al partido Demócrata, o si éste actúo sólo o por encargo de terceros, cabe preguntarse si fue realmente un hito positivo o sí, por el contrario, a la larga supuso para la democracia y el periodismo graves perjuicios que han pasado desapercibidos.
Después de todo, lo cierto es que los medios de información actuaron en connivencia con el núcleo duro del poder, con ese Estado profundo que recientemente elogiaba Bernard-Henri Levy con una deposición en forma de artículo, donde animaba a que funcionarios anónimos, como William Mark Felt, sabotearan a un presidente que, para bien o para mal, ha sido democráticamente elegido. Y al que ya supervisan los tribunales de justicia, el Congreso y el Senado.
Con la idealización del Watergate, además, se instauró la falsa creencia, hoy en franco declive, de que las acciones de este Cuarto Poder en que había devenido el periodismo siempre estaban motivadas por elevados ideales democráticos, sin que mediara ningún otro incentivo que no fuera el interés general. Lo que en la práctica otorgó al periodista un aforamiento equivalente al de un presidente, un juez o un senador.
Este nuevo estatus que el Watergate proporcionó al periodista ha resultado a la larga muy perjudicial, porque una cosa es realizar una meritoria tarea de vigilancia y otra muy distinta que los medios de información se legitimen como un poder equivalente a los otros tres poderes democráticos formalmente establecidos.
Al fin y al cabo, para esos poderes formales el sistema establece mecanismos de control explícitos, internos y externos. Los internos son el balance entre poderes, su vigilancia mutua y reglas claras que delimitan sus funciones. Y los externos se resumen en el derecho de los ciudadanos a sustituir pacíficamente a unos gobernantes por otros a través de las urnas. Sin embargo, en el caso de la prensa no existen estos controles.
En democracia, limitar la mala praxis periodística, sus excesos y los daños que puede ocasionar es bastante complicado. La única forma es acudiendo a los tribunales de justicia, donde suelen prevalecer el derecho a la información y la libre expresión. Además, en algunos países, se reconoce el derecho del periodista a no revelar sus fuentes, lo que en muchos litigios conduce a un callejón sin salida donde los hechos no pueden ser esclarecidos. Todo esto permite que la prensa realice juicios paralelos, cuyos daños, una vez se producen, no puede revertir una justicia demasiado dilatada en el tiempo.
Patéticos imitadores de Bob Woodward
Sin embargo, no se trata de establecer leyes que limiten el derecho a la información o a la libertad de expresión. Con toda seguridad estas iniciativas convertirían el periodismo en una actividad puramente administrativa al servicio del gobierno de turno, tal y como ya sucede con los medios de información públicos. Al menos, en el estado de cosas actual, nos queda el consuelo de que el control no llega a ser absoluto.
Las alternativas que existen para que los medios actúen correctamente y recuperen su credibilidad son muy difíciles de acometer, entre otras razones porque son sus propios directivos y magnates los que no están dispuestos a renunciar a un sistema de atajos, prebendas y tratos de favor que les ahorra tener que competir en un mercado verdaderamente abierto.
Pero, para empezar, tal vez no estaría de más que desaparecieran de la profesión las patéticas imitaciones de Bob Woodward. Esos “periodistas de raza” que, en realidad, tienen el pedigrí de un cruce entre un vulgar sinvergüenza y un junta letras con ínfulas. Y es que, a veces, como sucede en España, basta un puñado de oportunistas, que giran cual veletas según sople el viento del poder, para hundir toda una profesión. Y de paso, socavar la democracia.
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