lunes, 29 de octubre de 2018

El desquiciamiento de Occidente

Javier Benegas analiza la cuestión del globalismo (no confundir con la globalización de carácter espontánea y libre) como elemento clave para entender el auge de movimientos antisistema. 
Artículo de Disidentia:
Vivimos tiempos de una potente reacción política que se propaga por los Estados Unidos, Europa y, más recientemente, Latinoamérica. Grandes bolsas de población parecen sumirse en movimientos antisistema. La mayoría de los expertos intenta explicar este fenómeno mediante el argumento de que la globalización habría dividido las sociedades occidentales entre ganadores y perdedores; no sólo en lo económico, también en lo cultural. Este doble shock estaría animando la pujanza de alternativas políticas, cuya promesa de frenar el proceso globalizador y revertir sus efectos estarían premiando los electores.
Esta explicación da por supuesto que la globalización es un proceso espontáneo, donde unas veces se gana y otras se pierde, pero en realidad no es exactamente así. La globalización tiene también otra expresión que es bastante menos espontánea: el “globalismo”, una proto-ideología donde los impulsos globalizadores son analizados y sometidos a la planificación de una nueva forma de Gran gobierno que trasciende el Estado nación.

De la globalización al globalismo

Nuevas instituciones, como el Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea o la ONU, intentan marcar las agendas de los países; pero también otros organismos, como los foros políticos y económicos internacionales o las ONG con dimensión multinacional. Estos agentes potenciarían determinados aspectos de la globalización, pero restringirían otros.
Un claro ejemplo es el empeño de la Unión Europea por controlar la principal expresión de la globalización: Internet. El propósito de la UE tiene además un aspecto especialmente inquietante: el control de Internet no sólo pretende ser económico sino también moral.
Otro ejemplo es la imposición de la “armonización fiscal”; es decir, la idea de que el progreso sólo es posible si la tecnocracia redistribuye al menos la mitad de la riqueza que las sociedades generan. Conforme a esta idea, la UE se arrogaría el derecho a advertir, sancionar o, incluso, incluir en una lista negra a las naciones que no se atengan a esta convención. También en este caso se añade un inquietante sesgo moral: redistribuir es bueno.
La tendencia a convertir la globalización, no en una apertura, sino en la imposición de determinadas convenciones materiales y morales a conjuntos enteros de naciones, evidenciaría que se está instrumentalizando la globalización para promover la uniformidad, no la diversidad.
Así pues, la reacción no sería sólo fruto de la reducción de expectativas materiales o la pérdida de una superficial hegemonía cultural, se debería también a una percepción más profunda: el globalismo dirigido estaría removiendo reglas fundamentales sobre las que se asentaban las sociedades abiertas.
Sin embargo, el factor que convierte la reacción en un suceso imprevisible es que las sociedades occidentales se han visto despojadas gradualmente de los valores que las vertebraban. Una circunstancia de la que ahora empiezan a tomar conciencia muchos individuos. Que los expertos no señalen este hecho se debe, además de a sus propias preferencias, a su falta de perspectiva histórica.
Nada de lo que hoy sucede puede entenderse sin mirar más allá de la Gran recesión de 2008 y sumergirse en un siglo XX dominado por la sensación de que el mundo caminaba sobre el filo de una navaja.

El gran trauma

El siglo XX no empezó mal, al contrario, predominaba un sentimiento de euforia. Las sociedades europeas habían dado un salto técnico y económico enorme. Y se creía que los avances científicos y técnicos y el auge económico erradicarían de manera definitiva la violencia secular que constantemente generaba guerras.
Esta creencia no era gratuita. El último gran conflicto europeo se remontaba a la guerra franco-prusiana, que finalizó en 1871. Por lo tanto, para buena parte de los europeos de principios del siglo XX la guerra era un mal del pasado. Su mundo era un mundo pacificado, de sorprendentes avances técnicos y científicos y de creciente prosperidad.
Así, los primeros años fueron los años de la seguridad. Un periodo en el que la preocupación de la pujante burguesía europea, y de quienes aspiraban a formar parte de ella, no era ya la política ni las amenazas externas, sino mejorar su posición en un entorno cada vez más prometedor.
Sin embargo, a la vez que el ciudadano se olvidaba de las viejas amenazas, los gobiernos europeos intentaban desesperadamente garantizar la expansión política y económica de sus naciones tejiendo complejas y secretas alianzas. Y la política internacional terminó convirtiéndose en un complicado y peligroso castillo de naipes que finalmente se derrumbó el 28 de junio de 1914. Entonces se produjo la conmoción: la Gran guerra.

La transferencia de la culpa

Se suele concluir que la catástrofe de la Gran guerra fue producto de unos gobernantes ancianos y fuera ya de su época, viejos intrigantes e irresponsables incapaces de prever lo que era obvio: que el gran avance industrial y el músculo desarrollado por las potencias europeas durante el largo periodo de paz no vaticinaban una guerra a la antigua usanza, sino una moderna y pavorosa matanza.
Pero esta conclusión ignora un factor fundamental, la fatal arrogancia de una juventud que sólo conocía la guerra por referencias literarias, muchas de ellas lejanas o románticas. Fueron las nuevas generaciones acomodadas las que clamaron en las calles, en los diarios, en los influyentes círculos culturales e intelectuales para que sus gobernantes no rehuyeran el conflicto, sino que lo asumieran como un acontecimiento necesario y purificador.
Ignorantes de que el avance tecnológico e industrial era un arma de doble filo, incendiaron los ánimos de las naciones mediante la exaltación de valores tradicionales como el patriotismo, la caballerosidad, el honor y el heroísmo. Estas generaciones estaban tan convencidas de que la guerra sería un breve paseo militar donde demostrar sus cualidades que no dudaron en precipitarse en el abismo.
Un año después, las nuevas generaciones soportaban terribles bombardeos, vivían enterradas en el fango de las trincheras, entre la mugre, devoradas por las ratas, famélicas y enfermas de disentería. Y sus bajas se contaban por centenares de miles. No había combates gloriosos sino matanzas a escala industrial.
Cuando la guerra terminó, los mismos jóvenes que habían partido hacia el frente desfilando alegremente al compás de las bandas militares y bajo una lluvia de flores, regresaron prematuramente envejecidos. Su ingenuo optimismo se había transformado en un corrosivo resentimiento.
Incapaces de asumir su propia responsabilidad, buscaron un culpable y lo encontraron en lo que identificaron como “un mundo viejo”. Y asociaron con el pasado los mismos valores con los que equivocadamente habían inflamado su ardor guerrero. Toda costumbre, norma o convención social anterior a la guerra empezó a ser cuestionada indiscriminadamente.

El fin del principio de autoridad

El principio de autoridad, que vertebraba la sociedad civil, se vio gravemente debilitado. Y la transgresión se propagó sin freno. Primero como una forma de contestación, casi de venganza, pero después como estilo de vida y de expresión intelectual y artística que atraía no sólo a la juventud sino también a los adultos.
Rober Nisbet señaló acertadamente lo que significaría la quiebra del principio de autoridad, no sólo en lo que respecta al pasado sino sobre todo al presente: “Algunos piensan que el deterioro de la autoridad abrirá una nueva era de mayor libertad individual. Otros creen, por el contrario, que conducirá a la anarquía social. Yo diría más bien que el vacio dejado por la autoridad será llenado por un ascenso irresistible del Poder.”
Con el principio de autoridad en crisis y desprovistas de sus viejos valores, las sociedades se encontraron de pronto perdidas en el mundo creado después de la guerra; un mundo donde, además de la contracultura, la depresión económica y la inestabilidad política eran el nuevo horizonte. Y la búsqueda de soluciones radicales a problemas radicales animó a muchos a buscar respuestas en la ideología.
Hoy sabemos que la eclosión de las grandes ideologías supuso el ascenso del comunismo, el nazismo y el fascismo. Sin embargo, se suele ignorar que el trauma de estos totalitarismos justificó la consolidación posterior de un totalitarismo blando, aparentemente benigno, que expandiría sin límite el poder del Gran gobierno. Este totalitarismo de rostro amable transformaría la democracia liberal en una democracia social que restringiría progresivamente la autonomía de los individuos a cambio de la promesa de una igualdad, seguridad y prosperidad colectivas.

El presente

La Gran recesión de 2008 supuso en parte la ruptura de este contrato. Pero sobre todo evidenció la pérdida de autonomía de los individuos. Los Estados, con el auge del Gran gobierno, habían ampliado su jurisdicción hasta cotas extraordinarias. Y ahora esos mismos Estados perdían su propia autonomía, cediendo esa vasta jurisdicción a organismos transnacionales. Este suceso sumaría al shock económico el shock político. El ciudadano perdía definitivamente cualquier capacidad de controlar al poder.
Así pues, más allá de la hipótesis de los ganadores y perdedores, lo que hoy se propaga es la percepción de que el globalismo está removiendo los restos del viejo orden occidental. Y que la democracia ya no controla al poder, porque el poder se ha trasferido del Estado nación a un nebuloso cuerpo de tecnócratas y expertos que supuestamente decidirían en función de los datos y las evidencias. Ahora el poder sería intrínsecamente bueno y no necesitaría ser controlado por unos ciudadanos volubles y necios. Y el voto habría pasado de ser un derecho a ser un deber: el deber de “votar lo correcto”.
Dice un conocido aserto que ningún hombre cae en el error si no es por la verdad que en ese error se encierra. Hoy esa verdad parece advertirnos que, de nuevo, la fatal arrogancia de quienes creen encarnar los valores de la modernidad está convirtiendo el debate en un diálogo de sordos cuyo único horizonte es la confrontación.
Es cierto que por más que nos empeñemos en hacer retroceder las manecillas del reloj, el viejo mundo no volverá. Debemos aceptar que existimos en un mundo nuevo. Sin embargo, algunos valores injustamente denostados en el pasado no sólo son perfectamente compatibles con nuestro tiempo, sino que aportarían un ingrediente fundamental para el buen funcionamiento de la sociedad: la confianza. Que quieran verlo quienes contemplan la globalización a través de la deformada lente del globalismo es ya otra cuestión.

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