viernes, 26 de octubre de 2018

Marcuse es culpable

Francisco José Contreras analiza la influencia de Marcuse en las ideas de la izquierda y la generación del 68, y que ayuda a entender muchas cosas que ocurren hoy. 

Artículo de Disidentia: 
“Soy el espíritu que siempre niega [Ich bin der Geist, der stets verneint]”, dice de sí mismo el Mefistófeles de Goethe. La izquierda, sostuvo Roger Scruton en Fools, Frauds, and Firebrands, es mefistofélica: lo que la define es su “esencial negatividad”, su “grito contra lo vigente en nombre de lo desconocido”: critica implacablemente las imperfecciones reales o imaginarias de la sociedad actual sin proponer otra alternativa que, en el mejor de los casos, borrosas utopías (en el peor, la simple reedición de lo que una y otra vez –de Lenin a Mao, de Pol Pot a Castro o Chávez- ha desembocado en fosas comunes y colas para comprar papel higiénico).
La pobreza absoluta ha descendido en los últimos 25 años a una velocidad nunca vista en la historia, pero la izquierda se las ingenia para ver la economía global como un expolio sistemático de los “países empobrecidos” por los “explotadores” (y dentro de los países ricos, como un “austericidio” que tendría a “los de abajo” en la miseria). Las mujeres gozan en Occidente de una igualdad con el varón que habría resultado impensable hace sólo unas décadas: la izquierda nos dice que en realidad viven en un infierno de discriminación, “brecha salarial”, acoso me too y violencia de género. Y lo mismo podríamos decir de las relaciones entre las razas, la situación de los homosexuales, y otros asuntos.
Caracteriza al intelectual de izquierda una autoatribuida lucidez que le permite descubrir la enfermedad bajo la aparente salud, la mentira que subyace a la engañosa verdad. La operación favorita de la izquierda es el desenmascaramiento, y su signo de puntuación preferido son las comillas irónicas con las que uno muestra que ha tragado la píldora roja y que no cree en “la libertad”, “los derechos” o “el bienestar” que nos ofrece “el sistema”. Por eso se suele decir que los padres de la izquierda son los tres “pensadores de la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud. Cada uno de ellos nos enseñó a desconfiar –en formas diversas- de nuestra racionalidad, nuestra percepción y nuestro sentido moral.
Pero hoy quiero volver a ese 1968 del que hemos tratado ya varias veces (y no sólo porque se cumpla el cincuentenario, sino porque entonces se abrió un ciclo histórico en el que seguimos inmersos). Del Mayo francés dijo Jacques Baynac que fue “la primera revolución de la historia producida, no por la miseria, sino por la abundancia”. En efecto, la generación que tenía 20 años en 1968 era la primera que había sido criada en la suficiencia (no en vano John K. Galbraith habló de “affluent society”) -con televisión, coche y electrodomésticos- y que había accedido masivamente a la educación superior. Europa vivía “los Treinta Gloriosos”: tres décadas con tasas de crecimiento que rondaban el 5% anual.
Entre los pensadores que inspiraron a los soixante-huitards destaca Herbert MarcuseEl hombre unidimensional fue publicado en 1964, el año en que llegaba a la Universidad la primera promoción de baby boomers, se desmantelaba definitivamente en EE.UU. la segregación racial y Occidente podía celebrar por fin la erradicación de la miseria. Ah, pero toda esta bonanza, afirmaba la “tercera M” del 68 (Marx, Mao, Marcuse) no era más que una sutil cadena: “la productividad [de la affluent society] destruye el libre desarrollo de las necesidades y facultades humanas; su paz se mantiene mediante la constante amenaza de guerra; su crecimiento depende de la represión de las verdaderas posibilidades de pacificar la lucha por la existencia”. Pese al espejismo de libertad, “la dominación de la sociedad sobre el individuo es inmensamente mayor que nunca”. El hecho de que las personas no se sientan oprimidas es precisamente la seña diferencial de la dictadura perfecta: “Los individuos y las clases reproducen la represión sufrida mejor que en ninguna época anterior, […] [pues la represión tiene lugar] sin un terror abierto: la democracia consolida la dominación más firmemente que el absolutismo”. Falsa democracia, falsa libertad, falso bienestar. No debemos creer lo que nos muestran nuestros propios ojos: el filósofo freudomarxista sabe más, y nos adiestra en la desconfianza univesal.
¿Podremos celebrar que la clase baja goce ahora comodidades y diversiones antes reservadas a los muy acaudalados? No, pues eso significa que todos hemos quedado igualmente atrapados por la red de “falsas necesidades”: “Si el trabajador y su jefe se divierten con el mismo programa de TV y visitan los mismos lugares de recreo; si la mecanógrafa se viste tan elegantemente como la hija de su jefe; si el negro tiene un Cadillac […], esta asimilación indica, no la desaparición de las clases, sino la medida en que las necesidades y satisfacciones que sirven para la preservación del sistema establecido son compartidas por la población subyacente”.
¿Es Marcuse simplemente un crítico del materialismo consumista, y está proponiendo un retorno a la religión y lo espiritual? Pues no, ya que reconoce que las iglesias están llenas (hablamos de 1964), pero eso es una señal más de la alienación general: “El dominio de tal realidad unidimensional no significa que reine el materialismo y que despaparezcan las ocupaciones espirituales y metafísicas. Por el contrario, hay mucho de “oremos juntos esta semana”, “¿por qué no pruebas a Dios?” […]. Pero estos modos de protesta y trascendencia ya no son contradictorios del statu quo y tampoco negativos”.
Por tanto, no se reprocha –o no sólo- al statu quo que sea materialista, sino que sea… el statu quo. El pathos del freudomarxismo es la negación mefistofélica, la rebeldía por la rebeldía, el “gran rechazo”: “Tener miedo de ser demasiado negativo, el deseo comprensible de ser un poco más optimista […] son buenas intenciones que alimentan ilusiones, desvían y debilitan a la oposición, al tiempo que favorecen al régimen establecido”.
Marcuse, por otra parte, constata el aburguesamiento de la clase trabajadora y sabe que tendrá que reclutar en otros sectores a los individuos capaces de un rechazo radical a todo lo vigente. Como para Michel Foucault, su esperanza está en los marginados, los desequilibrados, los inmigrantes, los homosexuales… (“el sustrato de los proscritos y extraños, los explotados y los perseguidos de otras razas y otros colores”): afortunadamente, todavía “existen fuerzas y tendencias que pueden hacer estallar la sociedad”. Como el Sartre del prefacio a Les damnés de la terre –y como el Pablo Iglesias que “se emociona” al ver cómo es pateado un policía- Marcuse vibra con las guerrillas tercermundistas capaces de poner en jaque a Occidente: los argelinos del FNLA (que, tras expulsar a los pieds noirs y masacrar a los harkis, conseguirán sumir al país en la dictadura y la pobreza), los norvietnamitas del Vietcong (Marcuse morirá en 1979, justo cuando cientos de miles de boat people intentan huir del Vietnam finalmente entregado al “gran rechazo”): “Estos “condenados de la tierra” […] son pueblos enteros y no tienen de hecho otra cosa que perder que su vida al sublevarse contra el sistema dominante”.
Y cuando hayamos conseguido destruir esta sociedad tan represiva, ¿qué pondremos en su lugar? A la hora de dibujar alternativas, Marcuse se muestra tan impreciso como los demás pensadores de la Gran Negación (incluido el Marx que dijo que el comunismo consistiría en “cazar por la mañana, pescar a mediodía y ejercer la crítica al atardecer”). La destrucción de la sociedad productivista-competitivo-agresiva permitirá la eclosión espontánea de un paraíso en el que la automatización nos descargará de la necesidad de trabajar y donde las “falsas necesidades” serán sustituidas por las “verdaderas”. En uno de esos juegos de palabras a los que también era tan aficionado Marx, Marcuse nos explica que entonces ya no tendremos (falsa) “libertad económica”, sino (verdadera) “libertad de la economía” (es decir, que estaremos liberados de la obligación de trabajar y ganarnos la vida).
Además, la liberación social permitirá una liberación sexual inédita, que incluirá la desaparición de la odiosa familia tradicional. Freud había llegado a reconocer –en El malestar en la cultura– que la contención del instinto sexual era necesaria para el equilibrio psíquico y para el progreso de la civilización (pues el instinto sexual reprimido puede reconvertirse –mediante el mecanismo psíquico de la “sublimación”- en creatividad artística o científica, y en denuedo laboral). Marcuse, freudiano inconsecuente, afirma que la represión sexual no es consustancial a la especie humana, sino sólo al modelo económico capitalista. Tras la revolución gozaremos, no sólo de la holganza infinita, sino también del fornicio indiscriminado. Además, volveremos a una sexualidad polimorfa e imaginativa –que incluirá todo lo que actualmente es rechazado como “perversiones”- pues la centralidad del coito es también una imposición cultural del capitalismo, necesitado de una alta natalidad que asegure la renovación de la fuerza laboral.
Este es el orate que inspiró –en mayor medida que cualquier otro- la gran revolución contracultural de los 60-70, en cuya estela todavía vivimos. Consiguió inocular a toda una generación de jóvenes el desprecio hacia su propia sociedad y cultura. Los exhortó al amor libre y a la deconstrucción de la familia. Pero el paraíso post-productivista no llegó. Las “verdaderas necesidades” del hombre liberado resultaron ser las de pasar el día abismado en el móvil y el ordenador. Y hoy Occidente, que desechó la “imposición cultural de la natalidad”, se asoma a la insostenibilidad por falta de relevo generacional.

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