Carlos Rodríguez Braun analiza dicha obra de Joseph E. Stiglitz.
Sin sorpresa alguna...
Artículo de El Cultural:
Joseph E. Stiglitz
Joseph E. Stiglitz ha abierto un frente nuevo. Hasta ahora, las críticas por sus argumentos contrarios al mercado le llegaban esencialmente desde el liberalismo, mientras que el antiliberalismo lo jaleaba. Con este libro ha logrado ataques también desde la izquierda. ¿Qué ha sucedido? Pues que el Nobel de Economía no sólo es contrario al euro, sino que sostiene que el proyecto que lo alumbró fue concebido por los “fundamentalistas del mercado”.
Volveremos sobre la decepción de la izquierda, pero aclaremos antes que esta idea del “fundamentalismo del mercado”, una fabulosa trampa retórica, es sistemática en Stiglitz, que seriamente considera que nuestros problemas derivan de que hemos sido demasiado libres, y nuestros gobernantes han creído a pies juntillas en que los mercados eran perfectos, y han procedido en consecuencia a limitar severamente el Estado: “había un fin oculto: recortar el papel del Estado en la economía” (p. 207); “reducir las dimensiones del Gobierno” (p. 278); “recortes del gasto” (p. 45); “recortes excesivos del gasto público” (p. 36); “grandes y polémicos recortes en el gasto social” (p. 342).
Una persona que cree realmente que eso sucedió, contra toda la evidencia empírica disponible, que certifica que los Estados no han sido desmantelados, ni mucho menos, es capaz de creer cualquier cosa. Y es el caso de Stiglitz, con un matiz: cree cualquier cosa, pero siempre que sea contraria al mercado y favorable al Estado. Asegura que la crisis fue culpa de los mercados, insensatos e irracionales (pp. 41, 146-7); la burbuja inmobiliaria fue provocada por el sector privado (p. 130); el paro es culpa del mercado (p. 92); la privatización de las telecomunicaciones en América Latina “no derivó en más productividad” (p. 77); la Argentina de los Kirchner fue ejemplar (p. 221); pero el liberalismo en Chile produjo “desastrosos resultados” (p. 172).
Y así, todo. La necesidad de la intervención política solo es cuestionada por “cierto sector de lunáticos” (p. 108; ¿a qué me hace recordar esto de que los disidentes son enfermos mentales?). No hay discusión posible: “un enorme volumen de estudios que demuestran que es necesaria una mayor participación del Estado” (p. 51). No dice una palabra de los estudios que refutan semejante aseveración; y no pondera la teoría de la economía política, las instituciones y la elección pública (es como si nunca hubiera pasado la disciplina de Musgrave a Buchanan). En cuanto a sus simplificaciones sobre la pérfida “austeridad” (pp. 203ss.) hay al menos una mención a los trabajos de Alesina, citado en una nota (p. 424).
Pero todos estos errores son habitualmente aceptados por la izquierda, como la ficción de Stiglitz de que en el mercado sólo se beneficia el odioso 1 % más rico, o que Alemania es malvada, o que la devaluación interna no es prólogo de la recuperación, o que hay que aumentar los salarios por ley, intervenir (más) en el mercado de trabajo, mutualizar la deuda, imponer los eurobonos, y subir el gasto público y los impuestos. Incluso admitirían que el euro se depreciase. Pero hay tres puntos cruciales de Stiglitz que la izquierda no puede aceptar fácilmente. El primero es la mencionada y obvia falsedad de que el euro fue un proyecto liberal y capitalista: “gran parte del programa neoliberal de la Unión Europea está al servicio de las empresas” (p. 351): ningún socialista aceptará esto, sabiendo, como sabemos todos, que el proyecto europeo es esencialmente intervencionista. El segundo es su teoría de que el euro es el culpable de la crisis. Y el tercero, vinculado con el anterior, es la disyuntiva extrema de Stiglitz para que Europa tenga futuro: o se convierte en un nuevo Estado centralizado y ultraintervencionista, o el euro debe ser abandonado y en primer lugar ha de salir de la moneda única Alemania, y los que se queden devaluarán la moneda y repudiarán la deuda.
Presenta el autor su estrategia como “cambios modestos” (p. 280). No deja de criticar a Friedman por haber aconsejado a Pinochet (p. 172), pero no dice nada sobre Cuba, y parece como si no supiera quién es Fidel Castro. Sin embargo, cuenta Ignacio Ramonet que él conoció a Joseph Stiglitz porque se lo presentó el propio dictador cubano, con estas palabras: “es lo más radical que he visto jamás: a su lado, yo soy un moderado”.
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