Hana Fischer analiza los mil rostros de Pepe Mújica.
Artículo del Instituto Independiente:
Un sabio dicho popular expresa, que “se le puede mentir a poca gente durante mucho tiempo y a mucha gente durante poco tiempo” pero que es imposible “mentirle a mucha gente durante mucho tiempo”. El fundamento de tal aserto es que final e inevitablemente las inconsistencias y contradicciones de ese discurso emergerán.
Algo de eso se está percibiendo con respecto a José “Pepe” Mujica, el afamado ex presidente uruguayo. Las razones de su popularidad residen en ciertos factores llamativos de su personalidad, como por ejemplo su forma sencilla de vida en momentos en que ejercía la primera magistratura del Uruguay. También alcanzó fama por ser percibido como un “adelantado”, dado que hizo aprobar polémicas leyes como la legalización de la marihuana y el matrimonio homosexual.
Todos los rasgos mencionados forman parte de su modo de ser. Su prédica a favor de despreciar los bienes materiales y trabajar menos para así ganar vida, ha cautivado a una porción de la población mundial. Es indudable que hay una masa de gente que experimenta un gran vacío existencial y en consecuencia, anda en busca de un profeta que ilumine su camino. Mujica cumple ese rol. En realidad, lo que estas personas hacen es proyectar sobre el “Pepe” sus anhelos más profundos. No perciben a un ser de carne y hueso, al ser real, sino al símbolo.
Ése es uno de los rostros de Mujica: el de guía espiritual de individuos -especialmente de los países más ricos- que ya ni saben quiénes son ni qué buscan; andan perdidos por el mundo.
No hay nada de malo en la situación descrita. En la mayoría de los casos son personas adultas que libremente lo escuchan y tal vez, algunas hasta pongan en práctica sus consejos. Es una situación inocua que en todo caso, sólo tendrá consecuencias para aquellos que decidan voluntariamente seguirlo. Es una situación clara y franca, donde no hay engaños.
Varios personajes de esa índole han pasado por la historia, arrastrando tras sí a multitudes enteras. Sin embargo, el problema surge cuando aprovechándose de su liderazgo carismático, lo emplean de modo indebido. Es decir, comienzan por convertirse en símbolo de algo, y luego valiéndose de esa aureola que los rodea, apoyan en forma oblicua causas discutibles. En otras palabras, asoma otro rostro: el del ladino. El de aquel que dice una cosa con las palabras y las contrarias con sus gestos. Lo grave es cuando esas actitudes se dan en un contexto en que estén involucrados principios éticos esenciales, como la violación reiterada de derechos humanos, la degradación ex profeso del sistema republicano-democrático de gobierno, la existencia de presos políticos y la corrupción. O sea, cuando las consecuencias de ciertas actitudes recaen sobre la gente común, involuntariamente atrapada. Se trata en situaciones aberrantes.
Quizás, en las causas defendidas por Mujica es que encontraremos la verdadera esencia de su ser. Aquello que lo define. En consecuencia, sería conveniente observar su conducta al respecto.
Lo más llamativo de su accionar, es el apoyo irrestricto que viene haciendo del gobierno dictatorial de Venezuela, que se inició de la mano del extinto Hugo Chávez y continúa hasta el día de hoy. Por esa bandera- junto con la defensa del dúo Dilma Rousseff – Lula da Silva- se ha jugado gran parte de su prestigio internacional.
No lo hace en forma franca y de frente, sino mediante palabras escogidas cuidadosamente para aparentar una “sabiduría” profunda. La misma clase de “filosofía” que cautiva a su audiencia y clubs de fans. No obstante, un análisis cuidadoso de las mismas demuestra que es cháchara barata sin fundamento en la realidad, que para colmo, se contradice con gestos adoptados al defender otras causas amigas.
En momentos en que el régimen dictatorial de Venezuela está más frágil que nunca – en gran medida gracias a que los medios y las redes sociales informan sobre lo que allí está ocurriendo- y ha surgido un repudio generalizado de la comunidad internacional hacia el chavismo, Mujica proclama:
“Hago un llamado al silencio porque lo que está ocurriendo ahora no es lo que más le conviene al pueblo venezolano. Es mejor respetar su soberanía y que siga Maduro a lo que puede venir […] Hay demasiado ruido mediático con Venezuela y yo les recomiendo no intervenir tanto desde afuera porque si no van a generar un golpe de Estado y perjudicar más aún las cosas. Siempre es preferible la situación actual, a que terminen gobernando militares”.
Y en una entrevista reciente en la CNN afirmó con contundencia: “Yo aprendí una lección, no meterse de afuera. Cada vez que se meten de afuera queda peor”.
Al escuchar estos dichos, uno no puede menos que preguntarse:
¿Este es el mismo Mujica que en las elecciones de Argentina del 2015 hizo campaña por Daniel Scioli -el candidato oficialista y heredero del kirchnerismo- 18 días antes de los comicios? En aquel entonces compartió estrado con Scioli, lo que fue interpretado por los medios argentinos como un signo de apoyo expreso a esa candidatura.
¿Es el mismo Mujica que en un acto de apoyo a Rousseff -en momentos en que estaba siendo sometida a un proceso de impeachment en su país- afirmó sin titubear que la ex mandataria fue “electa por más de 54 millones de brasileros en 2014 y que será destituida hoy producto de maniobras que viene efectuando la derecha en Brasil”? ¿Y que calificara lo ocurrido en el vecino país como “un golpe de Estado”?
¿El mismo Mujica que hizo campaña abierta en suelo colombiano a favor del acuerdo de paz negociado entre el presidente Juan Manuel Santos y las Farc?
¿En qué quedamos? ¿La intervención en asuntos de otras naciones y la presión mediática en ocasiones es correcta y en otras no? ¿De qué depende? ¿De simpatías personales, ideológicas y objetivos políticos comunes?
¿Cuál es el rostro de Mujica predominante? ¿El del predicador y guía para aquellos hundidos en el vacío existencial? o ¿el del Viejo Viscacha?
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