Juan Rallo analiza la burda e irresponsable maniobra y estafa política llevada a cabo en materia de pensiones con el suspenso del índice de revalorización en función del IRP (en lugar del IPC).
Y las consecuencias se van a dejar notar y mucho, para mal de la sociedad (pero bien de los irresponsables políticos actuales).
Artículo de El Confidencial:
Concentración de pensionistas en Sevilla. (EFE)
El Pacto de Toledo no ha restablecido la dignidad de las pensiones, sino que ha suprimido el automatismo que garantizaba su sostenibilidad financiera. Eso, y no otra cosa, es lo que ha ocurrido con la suspensión del índice de revalorización de las pensiones (IRP) y con su reemplazo por el “IPC real” como criterio para revalorizar anualmente los ingresos de los pensionistas.
Al cabo, el IRP no es más que una restricción presupuestaria intertemporal: una de esas que nadie (ni la voluntad política, ni una mayoría gerontocrática, ni los buenos sentimientos, ni la propaganda preelectoral ni el club de la impresora) puede saltarse. A largo plazo, los ingresos del sistema han de ser iguales a los gastos del sistema; esto es, no puede gastarse aquello que no se ha ingresado. Si nuestra legislación en materia de pensiones no contempla hoy cómo mantener semejante equilibrio a largo plazo, esto es, si avanza ciega e irresponsablemente hacia el abismo, este terminará imponiéndose de manera súbita, brusca y draconiana en algún momento. Durante un tiempo, sí, podemos gastar más de lo que ingresamos, pero solo a costa de que más adelante gastemos menos de lo ingresado.
El IRP tenía como objetivo restablecer de manera suave y gradual la inexorable igualdad a largo plazo entre ingresos y gastos dentro de la Seguridad Social: en lugar de vivir durante los próximos 10 años por encima de nuestras posibilidades para luego castigar con un hachazo desproporcionado a las generaciones futuras, se propuso ir repartiendo progresivamente ese hachazo entre las generaciones presentes y las futuras. ¿Cómo se lograba esto? Dejando de revalorizar automáticamente las pensiones al IPC y pasando a hacerlo en función del crecimiento medio de los ingresos y de los gastos: si los ingresos crecían sostenidamente más que los gastos, las pensiones podían revalorizarse (¡incluso por encima del IPC!); si los gastos superaban recurrentemente los ingresos, entonces las pensiones debían recortarse hasta restablecer el equilibrio (si bien el PP impuso que, al menos, debían revalorizarse un 0,25% cada año, confiando en que la inflación ejecutaría el resto del ajuste).
Debido al torrente de manipulación y desinformación generado por la casta política y sus adláteres mediáticos, muchos ciudadanos ha creído erróneamente que el IRP equivale a una prohibición a revalorizar las pensiones de acuerdo con el IPC. Pero el IRP no impone nada similar: tan solo establece que, en ausencia de nuevas fuentes de ingresos que contribuyan a equilibrar a largo plazo las cuentas de la Seguridad Social, las pensiones no deben revalorizarse por encima del 0,25%. Si alguna formación política cree imprescindible incrementar las pensiones por encima de ese porcentaje, lo que debería hacer es proponer nuevos impuestos que nutran las arcas de la Seguridad Social hasta gestar un superávit: en ese momento, el propio IRP dictaminará que las pensiones pueden subir. Insisto: el IRP solo establece que, mientras los políticos no tomen medidas eficaces para elevar la recaudación de la Seguridad Social, esta no puede incrementar todavía más sus gastos en un contexto de enorme déficit estructural.
Por desgracia, nuestros gobernantes han preferido suprimir la restricción presupuestaria que les obligaba a sanear las cuentas de la Seguridad Social antes de revalorizar las pensiones por encima del 0,25%. No es de extrañar: ninguno de ellos sabe cómo reflotar exclusivamente con nuevos impuestos, y sin practicar recorte alguno a los pensionistas, la situación financiera de nuestro sistema de reparto. Tomemos, por ejemplo, el caso de Podemos: la formación incuestionablemente más agresiva a la hora de reclamar la implantación de nuevas figuras impositivas. Su propuesta fiscal para el año aspira a recaudar (con una buena dosis de expectativas infladas) 10.000 millones de euros adicionales, los cuales ni siquiera irían enteramente dotados a sanear las cuentas de la Seguridad Social: pues bien, el déficit de esta administración para 2018 superará los 18.000 millones de euros. Es decir, ni siquiera el violento imaginario tributario de Podemos es capaz de arbitrar a corto plazo medidas que entierren el déficit de las pensiones públicas.
Repito: aquellos partidos que quieran subir honesta y sosteniblemente las pensiones deberían estar proponiendo y aprobando nuevas fuentes de ingresos para la Seguridad Social, no apoyando la suspensión del IRP: cuando sus planes recaudatorios surtan el efecto que ellos prometen, entonces ya podrán incrementarse correspondientemente las pensiones. Pero lo cierto es que todos ellos son bien conscientes de que nos están vendiendo humo cuando nos prometen que serán capaces de viabilizar a largo plazo la Seguridad Social sin aplicar recorte alguno a los pensionistas.
Para eso, pues, se ha suspendido el IRP: no para reindexar sostenida y establemente las pensiones de acuerdo con el IPC, sino para quitarles a nuestros políticos la camisa de fuerza que les impedía traficar electoralmente con las pensiones de los españoles. A partir de ahora, tienen manos libres para prometer a ese caladero de votos que son los pensionistas todo aquello que saben que no pueden mantener a largo plazo pero que sí pueden ofrecer, a costa de endeudarnos a todos, en el muy corto plazo. El plan es bien sencillo: emitir deuda para subir las pensiones antes de las elecciones, conquistar el poder a lomos de los votos de los pensionistas y, en una década (tal como nos ha hecho saber recientemente el secretario de Estado para la Seguridad Social, Octavio Granados), castigar a las generaciones de pensionistas futuros con un tijeretazo mucho mayor del que se habría producido en caso de que el IRP hubiese seguido en vigor.
Una oda a la manipulación, al fraude, a la irresponsabilidad y a la insostenibilidad financiera con el concurso de la mayor parte de la sociedad española. Eso es lo que implica la suspensión del IRP.
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