Al hilo del artículo sobre la cuestión de la libertad de inmigración expresada por Milton Friedman y su incompatibilidad y problemas que causa debido al "Estado del Bienestar", Félix Moreno analiza la misma cuestión, sobre los beneficios de la misma, el auge de la xenofobia (causada por el propio sistema de bienestar) y la incompatibilidad de las fronteras abiertas (como algunos reclaman) con el Estado del bienestar (como algunos reclaman a su vez). Ambas cosas son incompatibles.
Solamente con los principios del liberalismo (favoreciendo las oportunidades, no los subsidios) es posible una libertad de emigración en favor de los más necesitados, para paliar sus desgracias, y en beneficio del conjunto de la sociedad.
A su vez, presenta una alternativa que podría contentar a xenófobos y ayudar a los refugiados.
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
El debate sobre la inmigración se ha vuelto una auténtica caricatura en el que se cruzan imágenes trágicas de niños ahogados y los espantajos del terrorismo, mafias e invasiones. Las alusiones directas o indirectas a las invasiones bárbaras son constantes. Los populismos europeos han conseguido renovar los instintos xenófobos y están cosechando un éxito electoral sin precedente en los últimos 40 años. El Tratado de Schengen que garantiza la libertad de movimiento de las personas dentro de la Unión Europea se tambalea y se erigen muros y alambradas inéditos en la convulsa historia de Europa.
Como de costumbre, los liberales, tan minoritarios, ven su voz ahogada y confundida ante el estruendo. La inmigración es uno de esos temas en el que las ideas de la Libertad se encuentran huérfanas en el caduco espectro político izquierda-derecha. Por un lado no hay ningún asunto que cause mayor fractura dentro de la supuesta alianza liberal-conservadora que la libertad de movimiento de las personas. El ideal liberal aboga por la apertura de las fronteras y la tolerancia de la diversidad, propias de una sociedad abierta, mientras que nada hace temblar más a las huestes conservadoras que el miedo a la invasión humana y cultural que esto supone. La imagen de las masas hambrientas y desarrapadas llamando a las puertas despierta en los conservadores todos sus instintos proteccionistas. Por otro lado las izquierdas, que inicialmente defienden la humanidad y los derechos de los inmigrantes frente a las instituciones existentes, pronto chocan de bruces con la radical incompatibilidad entre el Estado del Bienestar y las fronteras abiertas. Al mismo tiempo ven cómo sus bases tradicionales sindicales tiemblan ante la competencia salarial de los inmigrantes y apoyan a aquellos que prometen firmeza e identidad.
Antes de entrar en el fondo del asunto, conviene dejar muy claro la postura moral y correcta ante la situación de emergencia inmediata y la tragedia que suponen los miles de ahogados en las costas de Grecia. Los refugiados que acuden a las mafias para cruzar de forma precaria y con gran peligro el mar no tendrían por qué asumir ese riesgo. Todos los días cruzan sin incidencia esos mismos estrechos con mínimo riesgo transbordadores de línea regular por un precio cien veces inferior al que los desesperados refugiados pagan por inseguras lanchas neumáticas o abarrotados barcos a las mafias. No tendríamos por qué ver ni un sólo muerto más si se permitiese a los refugiados subir al ferry. La responsabilidad de esas muertes recae directamente sobre la política Turca y Europea que lo prohíbe. Como siempre, la prohibición no hace desaparecer la demanda sino que la encauza hacia el mercado negro. Las mafias son sólo un síntoma. Si Turquía y la UE quieren salvar vidas, lo primero que deben hacer, aunque sólo sea de forma temporal y de emergencia, es permitir a los refugiados viajar con seguridad. Nada impide que una vez cruzado el mar de forma segura los vuelvan a expulsar (también de forma segura), pudiendo incluso exigir que paguen el billete de ida y vuelta. Cuesta ignorar la sospecha de que la única razón por la que esto no se hace es porque ciertas cínicas autoridades consideran unos cuantos niños muertos como un precio razonable a pagar por minorar el tan cacareado “efecto llamada”.
Sin embargo cerrar las fronteras y expulsar a los inmigrantes es un error. La inmigración es buena, y especialmente positiva para los países de acogida. Los países más abiertos a la llegada de inmigrantes han descubierto históricamente que, tras las convulsiones y problemas de adaptación iniciales, la abrumadora mayoría de los inmigrantes han demostrado ser productivos, pacíficos y una fuente de riqueza económica y cultural. Cabe recordar el poema de Emma Lazarus inscrito a modo de bienvenida sobre la Estatua de la Libertad en la bahía de Nueva York.
Give me your tired, your poor,Your huddled masses yearning to breathe free,The wretched refuse of your teeming shore.Send these, the homeless, tempest-tost to me,I lift my lamp beside the golden door!
La Estatua de la Libertad no daba la bienvenida a los científicos y deportistas, sino a las masas pobres, cansadas y desesperadas que buscaban libertad. Y fueron esas masas depauperadas y esa actitud abierta las que hicieron de EEUU el país más próspero del siglo XX.
La emigración también es buena para los países de origen. Los emigrantes dejan una situación de pobreza, guerra y desesperación para alcanzar una vida mejor… pero no se olvidan de los familiares y los pueblos que dejaron atrás. Cuando prosperan en sus países de acogida, envían dinero a sus familiares, vuelven de visita y traen consigo nuevas ideas, llevando a cambios y progreso en esos países de forma más o menos rápida.
Las fronteras abiertas son incompatibles con el Estado de Bienestar. A diferencia de los derechos individuales, que sólo suponen una obligación general de no atacar las libertades (es decir, son derechos negativos), los derechos sociales o de segunda generación suponen para la sociedad una obligación positiva de suministrar bienes y servicios. Son una carga. Hay una larga (y creciente) lista que incluye el derecho al trabajo, a la vivienda, salud, enseñanza, etc., pero podemos ejemplificarlos con claridad si hablamos de la renta básica. Si cada ciudadano tiene por el mero hecho de serlo derecho a percibir el equivalente a 10.000€ anuales (ya sea en bienes, servicios o dinero), parece evidente que la llegada de cientos de miles o millones de nuevos ciudadanos supondrá un gasto significativo para las arcas públicas y por tanto un perjuicio para los actuales receptores de esos fondos. En España bastarían 5 millones de nuevos perceptores de dicha teórica renta básica para hacer obviamente inviables (si es que no lo son ya) las prestaciones de los actuales beneficiarios. Con más de mil millones de personas viviendo en África actualmente bastaría que un 0,1% de la población del continente emigrara a España anualmente para alcanzar en 5 años esa cifra. Teniendo en cuenta la diferencia de nivel de vida, ya hay razones suficientes para emigrar, pero si a eso le añadimos una renta básica garantizada (o el equivalente en servicios sociales), es razonable pensar que la avalancha podría ser mucho mayor.
Sin embargo el paradigma cambia completamente cuando los inmigrantes llegan con libertad y con derechos individuales pero sin derechos económicos exigibles. Los países que han recibido a las masas con los brazos abiertos y les han brindado oportunidades (que no subsidios) han visto su confianza pagada con creces. Nadie trabaja con más ahínco que una madre de familia inmigrante que llega sin nada a un nuevo país y tiene que forjarse una nueva vida.
La realidad es que, frente a los fantoches agitados por los xenófobos sobre los inmigrantes, la proporción de criminales o terroristas entre ellos es infinitesimal. En 2015 más de un millón de refugiados llegaron a Alemania y se han contabilizado menos de un centenar de criminales violentos y ni un solo terrorista. El 99,99% de los inmigrantes son familias buscando pacíficamente una vida mejor, dispuestos a trabajar duro para ganársela. Hay que ser muy mezquino y miope para cerrarle las puertas a esas personas.
Hay una opción que podría contentar a xenófobos y ayudar a los refugiados. ¿No quieres que vengan a tu país millones de personas con una cultura diferente? ¿No quieres vivir en un país en el que las personas puedan moverse libremente? Siempre se pueden crear ciudades abiertas en los territorios fronterizos. Los inmigrantes podrían establecerse en estas ciudades y crear enclaves económicos y comerciales, por ejemplo en el norte de África. España podría crear un Hong Kong en Ceuta o Melilla que pronto se convertiría en un foco de atracción para millones de personas y en una de las zonas más prósperas de África. Siempre será preferible a la actual política de cerrar fronteras sin dar soluciones. Y desde luego una ciudad abierta siempre será infinitamente mejor que la sórdida dependencia de los campos de refugiados que algunos organismos internacionales pretenden convertir en crónica.
Pero no nos engañemos: difícilmente se puede llamar liberal a una sociedad si no incluye la libertad de movimiento para todas las personas.
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