Juan Rallo analiza lo que supone la formación de un nuevo ejecutivo en España y qué ha pasado en estos meses sin gobierno.
Y desde luego, no depara nada positivo...
Artículo de El Confidencial:
Mariano Rajoy, tras ser investido Presidente. Foto: EFE
“España se pone en marcha”, afirmaba eufórico el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, después de haber facilitado la investidura de Mariano Rajoy. “Hemos desbloqueado España”, proclamaba el portavoz socialista, Antonio Hernando, para justificar su inédita decisión de abstenerse ante el PP. “España necesita con urgencia un Gobierno”, advertía amenazante el propio Mariano Rajoy poco antes de ser investido y de marcharse urgentemente de puente. El pensamiento único parece coincidir en la incuestionable bondad de contar con un Ejecutivo que impulse militantemente la actividad normativa: la sociedad, se nos dice, no puede funcionar sin un Ejecutivo que adopte continuamente decisiones que regulen y se entrometan en la vida de las personas.
Y, desde luego, nuestro país afronta importantes retos por delante que idealmente requerirían de actuaciones sensatas del Gobierno: la corrección del déficit público, la reestructuración del sistema de pensiones o la reforma del mercado de trabajo son problemas que deberíamos solventar durante los próximos años para despejar algunas de las principales incertidumbres y debilidades que pesan sobre nuestra economía. Sin embargo, en todos estos casos, necesitamos de un Gobierno tan sólo para que deshaga los errores cometidos por ese mismo Gobierno en el pasado: dejar de gastar más de lo que se ingresa, subsanar un sistema de jubilación fraudulento que les ha sido impuesto a los españoles, o liberalizar una regulación laboral que perpetúa el paro y la precariedad. O dicho de otra forma: la única actuación que verdaderamente podríamos requerir de un Gobierno es que saque la pata que él mismo metió hasta el fondo en ejercicios anteriores.
Por desgracia, nada parece indicar que un Ejecutivo en funcionamiento vaya a solucionar toda esa recua de problemas por él mismo generados: Rajoy no tiene ninguna voluntad de ajustar el déficit recortando el gasto, ni de reestructurar la Seguridad Social avanzando hacia un sistema de capitalización, ni tampoco de suprimir las distorsionadoras regulaciones laborales. ¿Qué sentido tendría que el PP adoptara justo ahora aquellas medidas que se negó a impulsar cuando contaba con una de las mayorías absolutas más abultadas de la historia de España? Al contrario, la fragmentación parlamentaria les proporcionará a los populares la coartada perfecta para desplegar un programa desacomplejadamente socialdemócrata. Ya lo ha alertado Rajoy: “Habrá muchos de los planteamientos con los que nos hemos presentado a las elecciones que, a lo mejor, no podrán salir adelante”. En su primera legislatura, la excusa fue la crisis, ahora la necesidad de buscar acuerdos con otras fuerzas políticas.
Así las cosas, si en aquellos asuntos donde sí podríamos necesitar de un Gobierno que deshaga lo mal hecho ya se nos ha dicho que el Gobierno no va a servir para nada (bueno), ¿qué urgencia había en investir a Rajoy presidente? Absolutamente ninguna. De hecho, durante estos 314 días sin un Ejecutivo con plenas capacidades, España ha funcionado tan bien —o incluso mejor— que durante los dos años anteriores: la economía ha crecido cuatro trimestres por encima del 3% —la mejor racha de toda la crisis— y se han creado alrededor de 500.000 empleos. Es verdad que algunos aspectos de la economía ya muestran ciertos signos de fatiga —como la progresiva desaceleración de la inversión empresarial— pero es harto dudoso que la mera constitución de un nuevo Gobierno ayude en nada a revertirlo.
Al final, los últimos diez meses sin Gobierno central han servido para que los españoles disfruten de unas relajantes vacaciones legislativas que les han proporcionado cierta certidumbre y previsibilidad legal. Es cierto que tales vacaciones no han sido ni mucho menos completas —pues las administraciones autonómicas y municipales han seguido manufacturando nuevas normas y el propio Gobierno en funciones era competente para producir ciertos actos normativos—, pero sí han puesto freno parcial a la frenética orgía legislativa con la que suelen castigarnos nuestros políticos. Sin ir más lejos, el número de normas estatales (definido como la suma de leyes ordinarias, leyes orgánicas, Reales Decretos, Reales Decretos-ley, Reales Decretos legislativos y órdenes ministeriales) aprobadas entre los meses de enero y octubre marcó en 2016 su mínimo de los últimos 20 años. La diferencia, además, no es menor: el promedio de normas generadas por el gobierno central en los diez primeros meses del año entre 1996 y 2015 fue de 691: en 2016, se redujo a 326.
Desagregando por tipo de norma, las diferencias todavía son más notables: en 2016 se produce un desplome casi absoluto de las normas con mayor rango (no se aprueba ninguna ley orgánica, ninguna ley ordinaria o ningún Real Decreto Legislativo, y sólo dos Real-Decreto Ley), una caída acusada de las normas de rango intermedio (Real Decreto) y una reducción más moderada de las de menor rango (orden ministerial). Es decir, no sólo disminuye el número de nuevas normas, sino que disminuye en especial el de las normas que más amplia y profundamente se inmiscuyen en el quehacer diario de las personas.
La investidura de Rajoy y la próxima formación del nuevo Gobierno sólo contribuirá a levantar el corsé competencial que hasta la fecha restringía la actuación del Ejecutivo en funciones. Y no lo levantará para nada bueno: lejos de avanzar hacia una mayor libertad económica, el PP pasteleará para repartir favores, prebendas y guiños ideológicos con toda la bancada parlamentaria. Nos aguardan cuatro años con más impuestos y más regulaciones intrusivas. Lo que arranca a partir de mañana no es España, sino las imprentas del BOE. Vayan preparándose.
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