Artículo de Libre Mercado:
El pasado viernes, el Consejo de Ministros aprobó el Real Decreto 900/2015 por el que se regula el autoconsumo eléctrico en España. Probablemente la parte más polémica de este decreto sea la aprobación del popularmente conocido como impuesto al sol, esto es, el recargo que grava la energía producida y consumida a través de paneles solares. Sucede que, por mucho que el Estado sea el único ente capaz de nacionalizar y cobrarnos tributos por el sol, lo aprobado por el RD 900/2015 no es exactamente un impuesto al sol: baste señalar que las instalaciones aisladas (placas solares que no se hallen conectadas a la red eléctrica) no estarán sometidas al mismo. Por tanto, más que de un impuesto al sol se trataría, en todo caso, de un impuesto por acceso a la red eléctrica. Pero tampoco es exactamente eso (o, al menos, no del todo).
Empecemos explicando cómo sería un sistema de tarificación más justa para el autoconsumo. Todo sistema eléctrico tiene esencialmente dos grandes costes: el de la generación de la electricidad y el de su transporte y distribución. Los sistemas de generación distribuida para el autoconsumo deberían, en principio, poder prescindir de pagar a terceros ambos costes: dado que ellos mismos generan la electricidad, no tienen por qué comprársela a nadie ni transportarla hasta sus domicilios. Si todo fuera tan sencillo, cualquiera podría desconectarse de la red y olvidarse de las eléctricas colocando una placa solar en su tejado.
Sucede, sin embargo, que, como la electricidad no es almacenable, el autoconsumo se enfrenta al problema de la intermitencia de la generación eléctrica: cuando no hay sol (o no sopla el viento, en las eólicas), no hay electricidad. Por ello, a muy pocos autoconsumidores les interesa desconectarse de la red: su objetivo es autoabastecerse cuando puedan generar la electricidad y demandarla de la red cuando no. El punto es: ¿qué tarifa debería cobrárseles por los kWh que demanden de la red cuando no puedan generarlos y consumirlos por sí solos? Pues, por un lado, el coste de la energía generada por terceras centrales y, por otro, el coste del transporte y la distribución de esa electricidad.
Lo primero es un coste variable: se cobra en función de los kWh consumidos; lo segundo es, en esencia, un coste fijo: se cobra un término fijo para poder mantener la red y, por tanto, para poder seguir enganchado a ella demandando electricidad cuando se considere pertinente. Por tanto, el autoconsumidor debería pagar un tanto fijo por estar enchufado a la red y un precio variable según su demanda intermitente de kWh.
En España hemos implantado para todos los usuarios el segundo método: la tarifa eléctrica que paga cualquier español distingue entre un término fijo (término potencia) y un término variable (término energía). Sin embargo, el término potencia no termina de cubrir los costes fijos del sistema eléctrico: los costes fijos se sufragan también con una porción del término energía (la parte variable de la factura). O dicho de otro modo: la parte variable de la factura eléctrica no va íntegra a remunerar el coste de generar electricidad, sino que también se emplea para financiar el resto de costes fijos del sistema.
Y es aquí donde emerge el conflicto entre el Gobierno y los defensores del autoconsumo. Los defensores del autoconsumo reclaman seguir con la misma tarificación que se aplica a todos los españoles, pero el Gobierno argumenta –con razón– que ello implicaría un encarecimiento de la tarifa eléctrica de todos los que no se adscriban al régimen de autoconsumo. A la postre, si los autoconsumidores demandan menos electricidad de la red de la que demandan ahora, también soportarán un menor porcentaje de los costes fijos del sistema, que deberá ser asumido por el resto de usuarios. Un simple ejemplo numérico bastará para ilustrarlo.
Imaginemos que el coste de una red de transporte y distribución asciende a 100.000 um anuales y que el coste del kWh es de 1 um por kWh. Si este sistema eléctrico sólo abastece a dos personas, una de las cuales consume 4.000 kWh al año y la otra 16.000 kWh al año, el coste agregado del sistema por año será de 120.000 um (100.000 um de transporte y distribución y 20.000 de generación eléctrica).
Como decíamos, hay varias opciones para distribuir este coste agregado entre ambos usuarios. Una, repartir a partes iguales los costes fijos de 100.000 e individualizar los costes variables: en tal caso, un consumidor pagará 54.000 um año y el otro 66.000. La otra, establecer un término fijo que no cubra la totalidad de los costes fijos (por ejemplo, 20.000 um al año por persona) y variabilizar el resto: en tal caso, el individuo que menos electricidad consume pagaría 36.000 um (20.000 um por término fijo común, 12.000 por su porción individual del resto de costes fijos y 4.000 por los costes de la energía) y quien más consume, 84.000 (20.000 por los costes fijos comunes, 48.000 por los costes fijos individualizados y 16.000 por el coste de la energía consumida). Supongamos ahora que el consumidor que más electricidad demandaba se pasa a un régimen de autoconsumo y supongamos, por simplificar, que durante un año no demanda nada de electricidad de la red (porque genera toda la que consume). En tal caso, sus costes se reducirán a 20.000 um (el término fijo común) y, en contrapartida, los costes del otro consumidor aumentarán de 36.000 a 84.000 (tendrá que hacerse cargo de todos los otros costes fijos de la red –80.000 um– más su consumo eléctrico de 4.000 um).
He ahí el motivo que alega el Gobierno para introducir el mal llamado impuesto al sol, técnicamente conocido en un principio como tarifa de respaldo: dado que el término fijo de la factura eléctrica en España no cubre todos los costes fijos del sistema, se inventa un término fijo complementario para aquellos autoconsumidores que deseen estar conectados a la red. En realidad, sería mucho más honrado y transparente que el Ejecutivo modificara la estructura de la tarifa eléctrica para todos los españoles: si su preferencia es que todos contribuyan al mantenimiento de los costes fijos del sistema en proporción a su potencia contratada, debería aumentar el término potencia (fijo) de la factura y rebajar el término energía (variable). Lo que no tiene mucho sentido es que cree una tarificación excepcional para el autoconsumo (y además muy mal diseñada, ya que el peaje de respaldo no será un término fijo, sino variable en función de los kWh generados por cada instalación de autoconsumo). O los costes fijos del sistema eléctrico se distribuyen proporcionalmente entre todos según la potencia contratada o, si seguimos distribuyéndolos como hasta ahora, según en parte la intensidad de nuestro consumo eléctrico, no hay ninguna razón para excluir al autoconsumo de este régimen.
Sin embargo, y por mucho que se estén cargando las tintas contra el mal llamado impuesto al sol, el verdadero problema no es ése. El mayor problema del sistema eléctrico español es que entre sus costes fijos figuran no sólo el transporte y la distribución de electricidad, también otros costes artificiales generados por el intervencionismo político: subvenciones al carbón nacional, subvenciones a las redes de transporte extrapeninsulares y, sobre todo, primas a las energías renovables. Del total de costes fijos, casi la mitad corresponden a las primas de régimen especial (sobre todo, renovables) y apenas el 30% a los costes del transporte y la distribución.
Es decir, lo verdaderamente criticable no es que los autoconsumidores soporten una porción de los costes fijos del sistema que les son propios (transporte y distribución), sino que tengan que soportar costes fijos del sistema que les son tan impropios como al resto de españoles (los sobrecostes políticos). Para algunos autoconsumidores, sin embargo, no dejará de ser una trágica justicia poética: muchos de los que hoy defienden el autoconsumo vía placas solares son los mismos que promovieron en su momento las primas a las energías renovables que nos hipotecan hoy. Para otros autoconsumidores y no autoconsumidores –aquellos que jamás defendieron las primas a las renovables– es todo un atraco articulado a través de la tarifa eléctrica. En otras palabras, el llamado impuesto al sol es, en todo caso, un impuesto para costear la promoción gubernamental de las renovables entre 2004 y 2010. Así de absurdo es el intervencionismo estatal: por haber estimulado artificialmente el desarrollo de las renovables cuando no debió hacerlo está ahora frenando artificialmente el desarrollo descentralizado de esas energías (impidiendo, además, una sanísima competencia con las grandes eléctricas establecidas).
En definitiva, el impuesto al sol no es un impuesto al sol, sino una tarifa complementaria dirigida a que las instalaciones para el autoconsumo que quieran seguir conectadas a la red compartan los costes fijos de esa red. Más allá de la injustificada asimetría de establecer dos tipos de tarificaciones eléctricas –una para el autoconsumo, otra para el resto–, con modalidades distintas de reparto de los costes fijos, lo verdaderamente rechazable sigue siendo el monto políticamente inflado de esos costes fijos que soportan todos los españoles (también los que se acogen al autoconsumo). El reto continúa estando en cómo reducirlos (por ejemplo, con nuevas quitas a las primas renovables), y ese es el verdadero cascabel que debemos poner al gato: si esos costes fijos no se reducen y se elimina el peaje de respaldo (el mal llamado impuesto al sol), todos los demás consumidores de electricidad tendrán que pagar mucho más que ahora por sus factures eléctricas. O reducimos lo costes totales del sistema o, si los costes totales se mantienen, unos pagarán menos a costa de que otros paguen más. No hay más.
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