Javier Benegas analiza el documento de propuestas lanzadas por el PSOE, en el que deja bien claro que "no se trataba de un intento de subsanación de las ineficiencias sistémicas del modelo político español".
Como tantos partidos, sencillamente trata de "vender como “nueva política” la política de siempre, pero corregida y aumentada".
Artículo de Voz Pópuli:
La semana pasada el PSOE anunciaba a bombo y platillo la presentación de un extenso documento que sus promotores calificaron de “torrente de ideas”. Se trataba de una batería de propuestas cuyo fin, en palabras de sus propios promotores, era abrir un gran debate dentro del propio partido de cara a consensuar un programa electoral de “gran alcance”. Según se apresuraron a matizar Meritxell Batet, responsable del programa y número dos de Pedro Sánchez por Madrid, y Patxi López, secretario de Acción Política, no estábamos ante un programa electoral al uso, sino en el inicio de algo mucho más ambicioso: un proyecto de país y de Gobierno, para cuya aplicación no bastarían los cuatro años de una legislatura.
Así explicado diríase que en el PSOE hubieran hecho acto de contrición y tomado conciencia del verdadero problema: la ineficiencia del marco constitucional y el sometimiento sistemático de las instituciones formales a los cambalaches de otras informales, entre las que destacan precisamente los partidos políticos. Y que, en un ejercicio de responsabilidad sobrevenida, Sánchez se hubiera propuesto hincarle el diente a la temida Política Constitucional, dejando temporalmente en barbecho la ordinaria, que es, como todos sabemos, la que hace girar locamente la manivela del BOE.
Redistribución, esa palabra mágica
Desgraciadamente, el ambicioso documento ya en su preámbulo dejaba bien claro que no se trataba de un intento de subsanación de las ineficiencias sistémicas del modelo político español, sino de un pastiche de iniciativas pretendidamente socialdemócratas, donde se mezclaban a conveniencia reformas constitucionales y políticas finalistas, todas bajo un único denominador común: no añadir picante al plato. Así pues, nada de separación de poderes, nada de controles y contrapesos intitucionales, nada sobre la necesaria representación directa y nada sobre la justicia independiente. En resumen, nada por aquí y nada por allá.
Tan triste como cierto, en el “proyecto de país y de Gobierno” del “nuevo PSOE” no hay ni una sola medida que abogue por el establecimiento de salvaguardas que protejan al individuo frente al omnívoro Estado o, mejor dicho, frente a los partidos políticos que lo patrimonializan. Peor aún, Sánchez y los suyos retuercen de tal manera los conceptos fundamentales de la democracia liberal que no es ya que la redistribución de la riqueza sea el fin que justifique cualquier medio, es que es elevada a principio rector, a ley de leyes. Lo cual supone la liquidación de la Política Constitucional tal cual se ha venido entendiendo en las democracias liberales que en el mundo han sido.
Para ganarse a los votantes aun sin ofrecerles regeneración, Sánchez está dispuesto a usar hasta el último cañón de confeti. Promete convertir las becas en derecho universal, elevar el salario mínimo a 1.000 euros, consensuar con los nacionalistas un federalismo a la carta, implantar la escuela pública laica, ampliar la escolarización desde los 0 a los 18 años, impulsar la Ley de dependencia, derogar aspectos sustanciales de la reforma laboral y vincular la estabilidad presupuestaria a la “estabilidad social”, lo que en la práctica supondrá desactivar la primera y tensionar aún más el presupuesto.
Del Estado social al Estado clientelar en realidad no hay ni medio paso, nunca lo ha habido. Pedro Sánchez lo sabe muy bien. Y la jerarquía que se aplica en el Programa Económico del Partido Socialista no deja lugar a dudas: Socialdemocracia primero, modernización después y reformismo, si acaso, como postre.
La guinda de este pastel es –cómo no– una reforma fiscal, pretendidamente balsámica y alicatada hasta el techo. ¿El argumento? El de siempre, que los ricos y las grandes corporaciones no aportan lo que debieran para el sostenimiento del Estado de bienestar. Lamentablemente, la experiencia nos dice que al final, por más se señale a las grandes fortunas, no hay renta por modesta que sea que no termine participada por el Estado, o detraída por completo si el invento amenaza ruina, que es lo más habitual cuando se está mucho más pendiente de redistribuir la riqueza que de crearla.
Impuestos y civilización
Cuando el juez Oliver Wendell Holmes (Jr.) acuño el famoso aserto de que los impuestos son el precio de la civilización, el Estado social, tal cual lo entendemos hoy, era mera ensoñación. Y es seguro que el bueno de Holmes no imaginaba hasta qué punto los burócratas iban a sacar provecho a su afirmación. Así, desde que se adosó el sufijo “social” a la palabra Estado, se han legislado tropelías y aplicado todo tipo de tributos en nombre del “bien común”. Como muestra vale un botón, los socialdemócratas de todos los partidos ya se han puesto de acuerdo para recuperar justo después del 20-D el impuesto de sucesiones, e imponer en todo el territorio nacional esa perversión que es la tributación heredada de padres a hijos. Después, cuando, a pesar de sus desvelos, la cuenta de la vieja se descuadre y el globo de la lucha contra el fraude fiscal se desinfle, darán otra vuelta de tuerca a la presión fiscal. Y así seguirán hasta que la civilización aguante. Porque la socialdemocracia es básicamente eso: impuestos. La civilización, sin embargo, es otra cosa algo más compleja que, en contra de lo comúnmente aceptado, resulta especialmente vulnerable al abuso fiscal, aun cuando se perpetre en nombre del bien común.
En realidad, querido Holmes y queridos socialdemócratas, el precio de la civilización es la libertad. Porque una cosa son los servicios públicos y el llamado “gasto social”, y otra muy distinta la prosperidad, los descubrimientos que transforman el mundo, el progreso con mayúsculas. ¿Tan difícil es entender que ninguna sociedad progresa si carece de incentivos?
Con todo, lo que más llama la atención es la nula alarma que han suscitado entre nosotros los sucesivos proyectos socialdemócratas, como este último de PSOE, que, en mor de la redistribución de la riqueza, lejos de asegurar los inalienables derechos individuales, destruyen los fundamentos de la democracia liberal. De hecho, resulta más que preocupante que la solvencia de todos los partidos, de cara a las elecciones generales del 20-D, se esté midiendo por sus propuestas de cómo recaudar más, y no de cómo hacer para necesitar recaudar menos. Al fin y al cabo, la solución bien podría analizarse de forma inversa; es decir, si el Estado no se sostiene con los impuestos recaudados, refórmese el Estado y no los impuestos o, al menos, búsquese un equilibrio entre el esfuerzo tributario y el necesario ajuste burocrático.
Que no se atisbe la más mínima proporcionalidad entre el número de propuestas de reforma fiscal y el número de propuestas de racionalización de la Administración Pública, demuestra que las tribus políticas, los grupos de presión y el Presupuesto viven en estrecha simbiosis. Y este ecosistema no habría llegado tan lejos sin la complicidad de los votantes, entre los cuales están los pensionistas y sus pensiones, los funcionarios y sus reivindicaciones, los empleados públicos y sus contratos, los padres con hijos en edad escolar y su exigencia de una educación pública de calidad, los estudiantes que quieren hacer una carrera con un mínimo desembolso, las parejas que aspiran a una vivienda de protección oficial, los empresarios y proveedores que viven de vender sus productos y servicios a las Administraciones Públicas, las grandes corporaciones que prefieren unos organismos reguladores maleables; en definitiva, todos aquellos que, de una forma u otra, ven al Estado como un medio para ahorrarse incertidumbres. Y es a estos votantes a los que apelan los Sánchez de este mundo, para venderles como “nueva política” la política de siempre, pero corregida y aumentada. Y así será hasta que usted, querido lector, asuma que si sigue vendiendo su voto al mejor postor y no renuncia a su pequeña parte del botín, no habrá reformas regeneradoras. Recuerde,si las instituciones no funcionan, poco importa si se aplica una política económica u otra; sea ortodoxa o heterodoxa, austera o lo contrario. Cuando el poder político carece de controles y contrapesos, todo lo que sea susceptible de ir mal, irá mal. Y todo lo que sea susceptible de empeorar, empeorará. Usted decide.
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